Introducción
Las
Sagradas Escrituras presentan a sus personajes con sus fortalezas, sus
debilidades y sus profundas convicciones que les hicieron héroes o villanos.
Entre los héroes encontramos al apóstol Pablo. Un hombre dotado facultades
intelectuales y espirituales superiores, educado por grandes maestros,
desempeñando altas responsabilidades, dominador de variados idiomas, erudito en
la Biblia y los escritos hebreos y griegos de su tiempo, predicador, apóstol y
maestro.
Sin
embargo, un aspecto de la vida de este gran hombre poco conocido y poco
explorado es que era poseedor del don de profecía. Sí, Pablo era un profeta
inspirado por Dios.
Profetas en la iglesia
primitiva
Lucas,
el médico amado, nos informa que en los albores del cristianismo había en
Antioquia profetas y maestros. Entre ellos se encontraba un fariseo convertido
al cristianismo: Saulo de Tarso (Hechos 13: 1). Dios había prometido revelarse
al pueblo a través de sus profetas por sueños y visiones (Números 12: 6) y la
iglesia naciente necesitaba ser guiada por Dios y por sus instrumentos. Más
adelante, el mismo Pablo enseñaría que la profecía es un don dado a la iglesia
por el Espíritu Santo (Romanos 12: 6; 1ª Corintios 12: 10; Efesios 4: 11).
Pablo era un hombre lleno del Espíritu Santo (Hechos 13: 9) y poseía el don de
profecía y en diversas oportunidades recibió visiones y revelaciones de parte
de Jesús que moldearon tanto su trabajo misionero como sus mensajes a los
creyentes. “Pablo era un apóstol inspirado” y “comprendía que su suficiencia no
estaba en él, sino en la presencia del Espíritu Santo, cuya misericordiosa
influencia llenaba su corazón”.[2]
Todo
comenzó a las puertas de Damasco. La conversión del apóstol estuvo marcada por
una aparición personal del Cristo resucitado (Hechos 9: 3-9). Esta visión
definitivamente cambiaría todo el curso de la vida del apóstol. En esta
manifestación una voz le habló en la lengua sagrada de sus ancestros y le
encomendó una misión. “Sólo el judío tenía siempre conciencia de que una
revelación contiene siempre un envío”.[3] Y él no fue rebelde a la “visión
celestial” (Hechos 26: 19, RVR60). En adelante, Pablo apoyará su demanda de ser
apóstol escogido refiriéndose a su revelación del Señor. “¿No he visto
–inquirió a los corintios- a Jesús nuestro Señor con mis propios ojos?” (1ª
Corintios 9: 1, NTV; cf. 15: 8).
Cristo mismo en esa ocasión le aseguró que sería siervo y testigo suyo de las
cosas que había visto acerca de él y –le dijo- “de lo que te voy a revelar” (Hechos
26: 16, NVI). En relación a este particular momento se ha escrito: “La más
profunda visión de Cristo sólo podía habérsela dado el mismo Señor”.[4] Pablo estuvo dispuesto a dejar todo
por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, su Señor (cf. Filipenses 3: 8).
Las visiones modelan su
ministerio y su mensaje
Sin
duda, aquella visión camino a Damasco fue una revelación de “la gloria de Dios
que resplandece en el rostro de Cristo” (2ª Corintios 4: 6, NVI). La divinidad
resplandecía fulgurosa en el rostro del crucificado. Esa misma luz iluminó
también su interior y fue la primera de muchas comunicaciones sobrenaturales.
Tres
días después de su primera visión, durante la hora de la oración en casa de
Justo en Damasco, el apóstol recibió otra revelación: vio a un varón llamado
Ananías que entraba en su casa y le imponía las manos. Ananías buscaba a Saulo
para ungirlo al ministerio evangélico (Hechos 9: 10-12).
Y después
de su conversión, Pablo fue al desierto de Arabia para aprender de Dios y de
las Escrituras. Allí “Cristo era su Maestro”.[5] El evangelio anunciado por él era
una “revelación de Jesucristo” (Gálatas 1: 12; 2: 2, RVR60): “Por revelación me
fue declarado el misterio –escribiría más tarde- […] como ahora es revelado a
sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu” (Efesios 3: 3-5, RVR60). El evangelio
impartido por Pablo era el contenido de aquellas revelaciones dadas por el
Espíritu de Dios en su retiro de tres años. Fue un período de fortalecimiento interior
a través de los más amplios ejercicios espirituales y de una profunda
contemplación. El misterio develado era el glorioso plan universal de salvación
dispuesto por Dios desde antes de la fundación del mundo y que ahora Pablo
debía anunciar (cf. Romanos 16: 25;
Colosenses 1: 26). “Por medio de la revelación divina, se desplegó ante Pablo
el plan de salvación ejecutado por Cristo”.[6]
Fue
allí en la soledad y la quietud que “fue arrebatado por la revelación de Cristo
hasta el último límite posible”[7], al tercer cielo, al paraíso, “donde oyó
palabras inefables que no le es dado al hombre expresar” (2 Corintios 12: 1-4,
RVR60). Ahora bien, “esta revelación no corrompió la humildad del apóstol”[8], sino por el contrario, le ayudó a
desarrollar su teología. De este curso doctrinario recibido de lo Alto surgiría
su predicación, sus enseñanzas y sus escritos.
Aquello
que le fue revelado, le habilitó para trabajar como dirigente y maestro. A viva
voz y por cartas expresó sus mensajes. Su testimonio fue aceptado como de gran
autoridad debido a las revelaciones que había recibido. Las repetidas e
innumerables visiones mostradas a Pablo por Cristo en las cortes celestiales fueron
las que dieron forma a su mensaje y se entretejieron en cada verdad y cada
enseñanza que el Espíritu de Dios le encomendó presentar a las iglesias a fin
de animarlas e instruirlas.[9]
Estas
instrucciones incluían la inspiración de las Escrituras (cf. 2ª Timoteo 3: 16, 17), la divinidad y preexistencia de Cristo (cf. Colosenses 1: 16, 17), el misterio
de la encarnación (cf. Filipenses 2: 5-11;
1ª Timoteo 3: 16), las señales y los acontecimientos relacionados con la 2ª
Venida de Jesús (cf. 2ª Timoteo 3: 1-9;
1ª Tesalonicenses 4: 13 – 5: 3), la gran apostasía (cf. 2ª Tesalonicenses 2: 1-12) y el sacerdocio de Cristo en el
Santuario Celestial (cf. 1ª Timoteo
2: 5; Hebreos 7-9). También recibió instrucciones en cuanto a la Cena del
Señor, las ofrendas, el cuerpo como templo del Espíritu Santo y la resurrección
(cf. 1ª Corintios 6: 15-20; 11: 23;
15: 12-58; 16:1-4).
El espíritu
de profecía también atestigua sobre las visiones que moldearon el mensaje
paulino al afirmar, por ejemplo, que fue a través de “una visión” que el
apóstol Pablo “se enteró de la naturaleza de su obra [la de Cristo] en el cielo”[10] y recibió
“instrucciones dadas por el Espíritu Santo… concerniente a los donativos”[11]
mencionados en 1 Corintios 16: 1-4.
De
regreso en Jerusalén y dispuesto a cumplir con la misión encomendada y con el
bagaje de instrucciones celestiales, una vez más a Pablo se le manifestó el
Señor mientras oraba en el Templo. “Me sobrevino un éxtasis –atestigua-. Y le
vi”. Entonces Cristo le dijo: “Ve, porque yo te enviaré lejos a los gentiles”
(Hechos 22: 17-21, RVR60). Pablo avanzó con firmeza y determinación. Sin
embargo, el mismo Espíritu a veces le impedía avanzar. A Asia y Bitinia le fue
prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra. Pero en otra visión un varón
macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo: “Pasa a Macedonia”. Él y los
suyos avanzaron seguros de que Dios les llamaba. Se iniciaba la evangelización
de Europa (cf. Hechos 16: 6-10).
Corinto,
sin embargo, presentó oposición a la predicación del evangelio y mientras el
apóstol planeaba dejar la ciudad para ir a otros campos, el Señor se le
apareció otra vez en una noche diciéndole: “No temas, sino habla, y no calles:
porque yo estoy contigo, y ninguno te podrá hacer mal; porque yo tengo mucho
pueblo en esta ciudad” (Hechos 18: 9, 10, RVR60). “Pablo entendió que esto era
una orden de permanecer en Corinto y una garantía de que el Señor haría crecer
la semilla sembrada. Fortalecido y animado, continuó trabajando allí con celo y
perseverancia”.[12]
En
visiones, el Espíritu le daba testimonio de que en su último viaje a Jerusalén
sólo le esperaban prisiones y tribulaciones. Aún así, el Señor le animó en
visión a testificar en Roma. Y en su viaje a Europa, antes de su naufragio en
Malta, el ángel de Dios le aseguró sus cuidados (cf. Hechos 20: 22, 23; 23: 11; 27: 9, 10, 23, 24). “El apóstol
Pablo, que había recibido muchas revelaciones del Señor, hizo frente a
dificultades provenientes de diversas fuentes y en medio de todos sus conflictos
y vicisitudes no perdió la confianza en Dios. Bajo la dirección especial del Espíritu
Santo su juicio se purificó, refinó, elevó y santificó”.[13] Pablo “proclamaba
con elocuente sencillez las cosas que le habían sido reveladas. Podía hablar
con poder y autoridad, pues frecuentemente recibía instrucciones de Dios en
visión”.[14]
Sujeto a los profetas
En
nada tiene Pablo que envidiarle a los grandes profetas: fue separado desde el
vientre como Jeremías (Gálatas 1: 15; Hechos 22: 14; Jeremías 1: 5); recibió
una manifestación de la gloria de Dios como Isaías y Ezequiel (2 Corintios 4: 6;
Isaías 6: 1-5; Ezequiel 1: 28); tuvo visiones y sueños proféticos como Daniel
(2 Corintios 12: 1-7). Sin embargo y aunque era especialmente enseñado y guiado
por Dios y había recibido las verdades del Evangelio directamente del Cielo y
en todo su ministerio mantuvo una relación vital con los agentes celestiales,
reconocía la autoridad del cuerpo de creyentes establecidos en las nacientes iglesias.
Y cuando sentía necesidad de consejo se unía a la iglesia en procura de
sabiduría. Ananías en Damasco, Bernabé en Antioquia, Judas y Silas en
Jerusalén, un profeta en Tiro, Agabo en Cesarea, fueron instrumentos proféticos
de los cuales Pablo se valió en sus momentos de necesidad espiritual (cf. Hechos 9: 10-18; 13: 1; 15: 32; 21: 4,
10, 11).
Aun
"los espíritus de los profetas -decía el apóstol- están sujetos a los
profetas” (1 Corintios 14: 32, 33, RVR60). Aunque Pablo reconoce que lo
enseñado por él lo había recibido de parte del Señor (cf. 1ª Corintios 11: 23), era también un placer para él buscar
consejo en las Sagrados Escritos de los profetas que predicaron antes que él y
cuyas enseñanzas conocía tan bien. Pablo atestigua: “Estoy
de acuerdo con todo lo que enseña la ley y creo lo que está escrito en los
profetas”, y: “No he dicho sino lo que los profetas y Moisés ya
dijeron que sucedería” (Hechos 24: 14; 26: 22, NVI; cf. 28: 23). Su fe se fortalecía al evocar a Moisés, los patriarcas
y los profetas. “De esos santos que a través de los siglos dieron testimonio de
su fe, recibió la seguridad de que Dios es fiel.”[15]
Finalmente,
el mismo Pablo aconseja: “No apaguéis el Espíritu. No menospreciéis las
profecías. Examinadlo todo; retened lo bueno” (1ª Tesalonicenses 5: 19-21,
RVR60). ¡Oh, hermano Pablo! Nunca dejas de sorprenderme. Tu espíritu humilde
ante Dios, sus profetas y su Palabra es el ejemplo que deseo seguir y decir
como tú mismo: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy” (1 Corintios 15: 10,
RVR60).
[1] Por Víctor Jofré Araya
(2008), Teólogo Bíblico y Magíster (C) en Educación Religiosa. Actualmente
se desempeña como profesor de Educación Religiosa en el Colegio Adventista de
Iquique, MNCh-UCh. Las versiones de la Biblia utilizadas en este ensayo son las
siguientes: Reina Valera Revisión 1960 (RVR60); Nueva Versión Internacional
(NVI); Nueva Traducción Viviente (NTV).
[9] Véase a modo de ejemplo: Elena G. de White, Carta
2, 1889; Carta 105, 1901; Carta 161, 1903; Manuscrito
101, 1906.
[10] Elena G. de White, Historia de la Redención, p. 292.
[11] Elena G. de White, Review and Herald, 4 de febrero de 1902.
[13] Elena G. de White, Carta 127, 1 de julio de 1903.
[14] Elena G. de White, Mensajes Selectos, p. 46; cf. Comentario Bíblico Adventista, tomo
6, p. 1084).
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