Selección de escritos del Espíritu de Profecía sobre el
“árbol de la vida” en el Edén perdido y en el Edén restaurado.
En el Edén
perdido
“Y Jehová Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista,
y bueno para comer; también el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol
de la ciencia del bien y del mal” (Génesis 2: 9).
La tierra estaba revestida de
hermoso verdor, mientras miríadas de fragantes flores de toda especie y todo
matiz crecían a su alrededor en abundante profusión. Todo estaba dispuesto con
buen gusto y magnificencia. En el centro del huerto se alzaba el árbol de la
vida cuya gloria superaba a la de todos los demás. Sus frutos parecían manzanas
de oro y plata, y servían para perpetuar la inmortalidad. Las hojas tenían
propiedades medicinales (La Historia de la Redención, cap. 2, pág. 22).
El fruto
del árbol de la vida en el jardín el Edén poseía una virtud sobrenatural. Comer
de él era vivir para siempre. Su fruto era el antídoto de la muerte. Sus hojas
eran para sostener la vida y la inmortalidad. Pero a causa de la desobediencia
del hombre, la muerte entró en el mundo (El Ministerio Médico, pág. 307).
“Y
dijo Jehová Dios: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y
el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la
vida, y coma, y viva para siempre… Echó, pues, fuera al hombre, y puso al
oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía
por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida” (Génesis 3: 22,
24).
Se les informó que debían salir de su hogar edénico. Habían cedido ante los
engaños de Satanás y habían creído sus afirmaciones de que Dios mentía. Mediante
su transgresión habían abierto la puerta para que Satanás tuviera fácil acceso a
ellos, y ya no era seguro que permanecieran en el Jardín del Edén, no fuera que
en su condición pecaminosa tuvieran acceso al árbol de la vida y perpetuaran así
una vida de pecado (La Historia de la Redención, cap. 4, pág. 42).
En medio del
Edén crecía el árbol de la vida, cuyo fruto tenía el poder de perpetuar la vida.
Si Adán hubiese permanecido obediente a Dios, habría seguido gozando de libre
acceso a aquel árbol y habría vivido eternamente. Pero en cuanto hubo pecado,
quedó privado de comer del árbol de la vida y sujeto a la muerte. La sentencia
divina: “Polvo eres, y al polvo serás tornado,” entraña la extinción completa de
la vida.
La inmortalidad prometida al hombre a condición de que obedeciera, se
había perdido por la transgresión. Adán no podía transmitir a su posteridad lo
que ya no poseía; y no habría quedado esperanza para la raza caída, si Dios, por
el sacrificio de su Hijo, no hubiese puesto la inmortalidad a su alcance. Como
“la muerte así pasó a todos los hombres, pues que todos pecaron,” Cristo “sacó a
la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (Romanos 5: 12; 2 Timoteo 1:
10). Y sólo por Cristo puede obtenerse la inmortalidad…
El único que prometió a
Adán la vida en la desobediencia fue el gran seductor. Y la declaración de la
serpiente a Eva en Edén —“De seguro que no moriréis”— fue el primer sermón que
haya sido jamás predicado sobre la inmortalidad del alma…
Si al hombre, después
de su caída, se le hubiese permitido tener libre acceso al árbol de la vida,
habría vivido para siempre, y así el pecado se habría inmortalizado. Pero un
querubín y una espada que arrojaba llamas guardaban “el camino del árbol de la
vida” (Génesis 3: 24), y a ningún miembro de la familia de Adán le ha sido
permitido salvar esta raya y participar de esa fruta de la vida. Por
consiguiente, no hay ni un solo pecador inmortal (El Conflicto de los siglos,
cap. 34, pág. 523).
Entonces informó a la hueste angélica que se había
encontrado una vía de escape para el hombre perdido. Les dijo que había
suplicado a su Padre, y que había ofrecido su vida en rescate, para que la
sentencia de muerte recayera sobre él, para que por su intermedio el hombre
pudiera encontrar perdón; para que por los méritos de su sangre, y como
resultado de su obediencia a la ley de Dios, el hombre pudiera gozar del favor
del Señor, volver al hermoso jardín y comer del fruto del árbol de la vida (La
Historia de la Redención, cap. 5, pág. 43).
En el Edén restaurado
“El que tiene
oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venciere, le daré a
comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de Dios
(Apocalipsis 2: 7).
“En medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del
río, estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su
fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones” (Apocalipsis
22: 2).
“Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de
la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad” (Apocalipsis 22: 14).
La
participación del árbol de la vida en el Edén era condicional, y finalmente fue
suprimida. Pero los dones de la vida futura son absolutos y eternos (La
Educación, cap. 35, pág. 272).
El huerto del Edén permaneció en la tierra mucho
tiempo después que el hombre fuera expulsado de sus agradables senderos. Durante
mucho tiempo después, se le permitió a la raza caída contemplar de lejos el
hogar de la inocencia, cuya entrada estaba vedada por los vigilantes ángeles. En
la puerta del paraíso, custodiada por querubines, se revelaba la gloria divina.
Allí iban Adán y sus hijos a adorar a Dios. Allí renovaban sus votos de
obediencia a aquella ley cuya transgresión los había arrojado del Edén. Cuando
la ola de iniquidad cubrió al mundo, y la maldad de los hombres trajo su
destrucción por medio del diluvio, la mano que había plantado el Edén lo quitó
de la tierra. Pero en la restitución final, cuando haya “un cielo nuevo, y una
tierra nueva” (Apocalipsis 21: 1), será restaurado y más gloriosamente
embellecido que al principio.
Entonces los que hayan guardado los mandamientos
de Dios respirarán llenos de inmortal vigor bajo el árbol de la vida; y al
través de las edades sin fin los habitantes de los mundos sin pecado
contemplarán en aquel huerto de delicias un modelo de la perfecta obra de la
creación de Dios, incólume de la maldición del pecado, una muestra de lo que
toda la tierra habría llegado a ser si el hombre hubiera cumplido el glorioso
plan de Dios (Patriarcas y Profetas, cap. 3, pág. 41).
Todos salen de sus tumbas
de igual estatura que cuando en ellas fueran depositados. Adán, que se encuentra
entre la multitud resucitada, es de soberbia altura y formas majestuosas, de
porte poco inferior al del Hijo de Dios. Presenta un contraste notable con los
hombres de las generaciones posteriores; en este respecto se nota la gran
degeneración de la raza humana. Pero todos se levantan con la lozanía y el vigor
de eterna juventud. Al principio, el hombre fue creado a la semejanza de Dios,
no sólo en carácter, sino también en lo que se refiere a la forma y a la
fisonomía. El pecado borró e hizo desaparecer casi por completo la imagen
divina; pero Cristo vino a restaurar lo que se había malogrado. El transformará
nuestros cuerpos viles y los hará semejantes a la imagen de su cuerpo glorioso.
La forma mortal y corruptible, desprovista de gracia, manchada en otro tiempo
por el pecado, se vuelve perfecta, hermosa e inmortal. Todas las imperfecciones
y deformidades quedan en la tumba. Reintegrados en su derecho al árbol de la
vida, en el desde tanto tiempo perdido Edén, los redimidos crecerán hasta
alcanzar la estatura perfecta de la raza humana en su gloria primitiva (El
Conflicto de los siglos, cap. 41, pág. 627).
Después de su expulsión del Edén,
la vida de Adán en la tierra estuvo llena de pesar… El Hijo de Dios reparó la
culpa y caída del hombre, y ahora, merced a la obra de propiciación, Adán es
restablecido a su primitiva soberanía.
Transportado de dicha, contempla los
árboles que hicieron una vez su delicia, los mismos árboles cuyos frutos
recogiera en los días de su inocencia y dicha. Ve las vides que sus propias
manos cultivaron, las mismas flores que se gozaba en cuidar en otros tiempos. Su
espíritu abarca toda la escena; comprende que este es en verdad el Edén
restaurado y que es mucho más hermoso ahora que cuando él fue expulsado. El
Salvador le lleva al árbol de la vida, toma su fruto glorioso y se lo ofrece
para comer. Adán mira en torno suyo y nota a una multitud de los redimidos de su
familia que se encuentra en el paraíso de Dios. Entonces arroja su brillante
corona a los pies de Jesús, y, cayendo sobre su pecho, abraza al Redentor (El
Conflicto de los siglos, cap. 41, pág. 629, 630).
Vi luego que Jesús conducía a
su pueblo al árbol de la vida, y nuevamente oímos que su hermosa voz, más sonora
que cualquier música escuchada alguna vez por oídos mortales, decía entonces:
“Las hojas de este árbol son para la sanidad de las naciones. Comed todos de
él”. En el árbol de la vida había hermosísimos frutos, de los cuales los santos
podían servirse libremente. En la ciudad había un trono sumamente glorioso, del
que manaba un río puro de agua viva, clara como el cristal. A cada lado del río
estaba el árbol de la vida, y en las márgenes había otros hermosos árboles que
daban frutos buenos para comer (La Historia de la Redención, cap. 62, pág. 434).
Vi una mesa de plata pura, de muchos kilómetros de longitud, y sin embargo
nuestra vista la abarcaba toda. Vi el fruto del árbol de la vida, el maná,
almendras, higos, granadas, uvas y muchas otras especies de frutas. Le rogué a
Jesús que me permitiese comer del fruto y respondió: “Todavía no. Quienes comen
del fruto de este lugar ya no vuelven a la tierra. Pero si eres fiel, no
tardarás en comer del fruto del árbol de la vida y beber del agua del manantial”
(Primeros Escritos, p. 19).
Prof. Víctor Jofré Araya, EdM
Colegio Adventista de
Copiapó, noviembre de 2022