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Este blog tiene como propósito compartir con mis alumnos y amigos ideas y artículos relacionadas con el mundo de la Religión, la Psicología, la Filosofía y la Educación.

domingo, 26 de febrero de 2012

Ética y plagio académico


Ética y plagio académico.
Introducción
Cometer plagio es copiar en lo sustancial una idea o una obra de otro autor, presentándolas como si fueran propias (Real Academia Española, 2012; Farlex Inc., 2012). La acción deriva de una antigua costumbre romana que consistía en comprar a un hombre libre y retenerlo en servidumbre o utilizar un siervo ajeno como si fuera propio (Historia del plagio, s/f; Origen de las palabras, 2012). En los ámbitos académicos contemporáneos, ya sean éstos escolares o universitarios, el plagio se ha convertido en una preocupación mundial (Sifontes Greco, 2007) y el número de académicos y profesionales que se oponen a esta práctica, a viva voz o por los medios, va en aumento. Se la considera “poco ética”, “vergonzosa” (Astudillo Gómez, 2006, p. 242) e, incluso, como “una plaga” (Barcat, 2008, p. 387). Por otro lado, hay quienes sostienen que el plagio no existe o que toda obra intelectual es plagio (Historia del plagio, s/f). Es decir, para algunos no existe la originalidad pura.
El presente ensayo se escribe como requisito de la Clase Academic Writting del Magíster en Educación Religiosa con el propósito de mostrar los alcances éticos del plagio académico. Está dividido en tres partes: (1) Se presenta una muy breve reseña del plagio en la Historia. (2) Se exponen situaciones en que los estudiantes se ven expuestos al plagio en el área educativa/académica y su relación con el robo y la mentira. Y, (3) dado los antecedentes, se debate en torno a la existencia del plagio y se reflexiona en las implicancias éticas y educativas del plagio académico.
Plagio en la Historia
En la Antigüedad no se concedía la debida estima a la creación original, aunque es posible encontrar algunas acusaciones de plagio entre pensadores griegos (Aristófanes acusaba a Eurípides, Demóstenes a Iseo, Heráclito a Pitágoras, Homero a Virgilio). Pero, aunque Séneca permitía la re-escritura como el método ideal de formación del futuro letrado, esta práctica no tenía mayor trascendencia. A lo más se le consideraba “no del todo limpio”, pero, en ningún caso, “ilícito” (Historia del plagio, s/f). Un ejemplo de lo anterior es lo escrito por Marco Valerio Marcial a un plagiario suyo:
“Corre el rumor, Fidentino, de que recitas en público mis versos, como si fueras tú su autor. Si quieres que pasen por míos, te los mando gratis. Si quieres que los tengan por tuyos, cómpralos, para que dejen de pertenecerme”  (Marcial, A Fidentino el Plagiario, citado en Historia del plagio, s/f).
Ética y plagio académico
¿Cómo podría caracterizarse el plagio académico? ¿Fraude, robo o ambos? En el s. V a. C., para un concurso de poesía, varios presentaron como propias algunas obras antiguas existentes en la Biblioteca de Alejandría. Al ser descubiertos, se les tildó de ladrones (Irribare y Retondo, 1981, citado por Girón Castro, 2008b). Ellos entendieron plagiar como sinónimo de robar, tal como Marcial.
Actualmente se considera que el plagio puede ser tanto deliberado como inconsciente (Núñez Molina, 2008). Se considera inconsciente por falta de conocimiento de lo que constituye un plagio o por descuido en las citas. En cambio, hay plagio deliberado cuando se compra, se roba o se toma prestado un trabajo redactado por otra persona para hacerlo pasar como propio (fraude); cuando se le paga a otro para que escriba un trabajo que se hará pasar como propio (fraude); o cuando se copian adrede las palabras o ideas de otros, sin darle crédito, para hacerlas pasar como propias (robo). Bien se ha dicho:
Plagiar conlleva dos clases de delitos. En primer lugar, usar ideas, información o expresiones de otra persona sin darle el debido reconocimiento (esto constituye robo de propiedad intelectual). Hacer pasar las ideas, información o expresiones de otra persona como si fueran propias para obtener buenas calificaciones u otras ventajas (esto constituye fraude) (Gibaldi, s/f, citado por Girón Castro, 2008a).
En el Decálogo se condena tanto el fraude como el robo. “No hurtarás”, dice el octavo mandamiento y “No hablarás contra tu prójimo falso testimonio”, reza el noveno (Éxodo 20: 15, 16. RVR60). El sabio Salomón enumera siete cosas que Jehová aborrece. Entre ellos menciona: la “lengua mentirosa” y “el testigo falso que habla mentiras” (Proverbios 6: 16-19. RVR60). Jesús cuestionó la conducta de un joven diciéndole: “Los mandamientos sabes: […] No hurtes. No digas falso testimonio. No defraudes” (Mateo 19: 17, 18. RVR60). En la Tierra Nueva no entrará “aquel que ama y hace mentira” (Apocalipsis 22: 15; cf. 21: 8. RVR60). Al parecer, teológica y socialmente, estas dos faltas, el robo y la mentira, parecieran estar en la base de lo que consideramos plagio académico y constituyen piezas básicas en la promoción de la convivencia y remedio para tantos otros males asociados. “Esas conductas de aparentemente bajo impacto son las piezas que construyen las bases de la convivencia, y en la medida en que el irrespeto, la atribución indebida y el abuso se consideren ‘normales’ continuaremos generando caos y desasosiego colectivo” (Sifontes Greco, 2007, p. 118).
En la novela La conferencia. El plagio sostenible de Pepe Monteserín, el narrador intenta demostrar que todo está ya dicho, “que toda la literatura es plagio” (citado en Historia del plagio, s/f). Basados en esta convicción, algunos argumentan que el conocimiento es universal y que éste se va construyendo en comunidad. Nadie, por tanto, es dueño de una idea o del conocimiento puro. La originalidad no existe. “La originalidad absoluta no parece ser una opción para la producción del conocimiento […] Todos estamos construidos por procesos de retazos de lecturas, influencias, conocimientos comunes” (Sifontes Greco, 2007, p. 120). El Predicador escribió:
¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol. ¿Hay algo de que se pueda decir: He aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido (Eclesiastés 1: 9, 10. RVR60).
Aún así, Sifontes Greco (2007) reconoce que “la comprensión de ésta [realidad] no nos exime del respeto a los méritos intelectuales de los otros ni de la responsabilidad de nuestras propias ideas, teorías o propuestas […] Hay un ‘sentido común’ en materia de ética que nos lleva a una lógica de ‘no apropiarse de lo ajeno’” (p. 119, 120). En otras palabras, debemos ser pensadores y no simples imitadores de los pensamientos de otros.  Elena G. de White escribió:
Cada ser humano creado a la imagen de Dios, está dotado de una facultad semejante a la del Creador: la individualidad, la facultad de pensar y hacer […] La obra de la verdadera educación consiste en desarrollar esta facultad, en educar a los jóvenes para que sean pensadores y no meros reflectores de los pensamientos de otros hombres (White, 1995, p. 57).
Existe en este respecto un concepto mucho más profundo aún: la identidad de nuestro propio pensamiento (Sifontes Greco, 2007). Este debe ser mantenido íntegro por quien se precie de estudiante o estudioso, de quien ejerce el aprendizaje o de quien lo promueve.
Conclusiones
Queda claro que el plagio es una acción deshonesta que implica tanto el robo como la mentira. Ambos son antivalores que tanto la ética bíblica-cristiana como la ética académica combaten y condenan con tesón. Ahora bien, aunque muchos defienden el plagio considerando que el conocimiento es universal y que plagio ha habido siempre a través de la Historia, es cierto también que el mérito intelectual debe ser reconocido. Como educadores y estudiantes cristianos debemos estar concientes que formamos pensadores y no solamente personas que reflejen el pensamiento o las ideas de otros. Es decir nuestra formación debe tender a la originalidad del pensamiento.
Aunque, según algunos, sólo “el tiempo dirá si son los partidarios o los detractores del plagio los que tienen la última palabra” (Historia del plagio, s/f), se entiende que el plagio académico es una práctica poco ética, tendiente a minorizar la capacidad de creación de los estudiantes y a limitar su originalidad. No debemos olvidar que tanto la capacidad de crear como de pensar son cualidades que compartimos con Dios, nuestro Creador, por cuanto llevamos su imagen (Génesis 1: 27. RVR60).
Referencias
Astudillo Gómez, F. (2006). El plagio intelectual. En Revista Propiedad Intelectual, 5 (8-9), 242-270. Disponible en http://www.saber.ula.ve/bitstream/123456789/ 28846/1/articulo7.pdf
Barcat, J. A. (2008). Plagio. En Revista Medicina, 68 (5), 387-389. Disponible en  http://www.medicinabuenosaires.com/revistas/vol68-08/5/v68_n5_p387_389.pdf
Girón Castro, S. Y. (2008a). Anotaciones sobre el plagio. Disponible en http://www.usergioarboleda. edu.co/libro%20plagio.pdf
Girón Castro, S. Y. (2008b). Creatividad: Plagio no detectado. Recuperado el 29 de enero, 2012 de http://www.usergioarboleda.edu.co/gramatica/reflexiones-plagio.htm
Historia del plagio (s/f). Disponible en http://www.elplagio.com/Plagio/ ENTRADA.htm
Núñez Molina, Mario (2008). Plagio Estudiantil en Línea. Recuperado el 30 de enero, 2012 de http://www.icesi.edu.co/blogs/plagio/2008/08/24/el-plagio-estudiantil-en-linea/
Origen de las palabras (2012). Etimología de Plagiar. Recuperado el 29 de enero, 2012 de http://etimologias.dechile.net/?plagiar
Real Academia Española (2012). Plagiar. Plagio. En Diccionario de la Lengua Española (22ª Ed.). Recuperado el 29 de enero, 2012 de  http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3 &LEMA=plagio
Santa Biblia. Versión Reina Valera, Revisión 1960 (RVR60).
Sifontes Greco, L. C. (2007). El plagio en el contexto de la honestidad académica: ¿problema académico o problema de honestidad? En Revista Informe de Investigaciones Educativas, 21, 117-123. Disponible en http://biblo.una.edu.ve/ojs/index.php/IIE/article/viewFile/549/530
Farlex Inc. (2012). Plagiar. En The Free Dictionary. Recuperado el 29 de enero, 2012 de http://es. thefreedictionary.com/plagiar
White, E. G de (1995). La Educación. Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana.

domingo, 5 de febrero de 2012

PARÁBOLA DEL PADRE BUENO


Parábola del padre bueno[1]



“¡Kezazah, kezazah, es lo que me espera!”, pensaba, mientras, desarrapado, maloliente y hambriento, volvía al hogar. Sin embargo, nada detendría su paso. Había caído hondo, pero el amor de su padre le hizo regresar. 

Entre los campesinos del cercano oriente, la kezazah era una ceremonia mortal. Representaba el desprecio del pueblo por aquellos hijos que malgastaban los bienes de la familia. Lo menos que le podría suceder era que después de ser juzgado a las puertas de la comunidad y luego de romper en tierra un gran recipiente, le obligaran a trabajar en alguna aldea cercana hasta devolver toda la hacienda derrochada. Quizás podría ser insultado por el gentío en la calle y desterrado después de una dura golpiza, sin siquiera poder ver a su familia.[2] Ahora, la aldea estaba más cercana y la kezazah amenazaba el destino de este hijo derrochador. En su mente retumbaban las palabras de la Ley de Moisés: "Si alguno tuviere un hijo contumaz y rebelde que no obedeciere a la voz de su padre ni a la voz de su madre... dirán a los ancianos de la ciudad: Este nuestro hijo es contumaz y rebelde, no obedece a nuestra voz; es glotón y borracho. Entonces todos los hombres de su ciudad lo apedrearán y morirá, así quitarás el mal de en medio de ti" (Deuteronomio 21: 18-21) 

Pero, a lo lejos, había un padre que esperaba impaciente. Cuando le vio, fue conmovido y, antes de que la turba lo rodeara, corrió presuroso, le abrazó y le besó frenéticamente, le puso vestiduras de gala, festejó en su honor, rogó a su hermano mayor que le recibiera con el mismo ímpetu y se regocijó profundamente “porque este hijo mío –dijo- estaba muerto y ha revivido; se había perdido y es hallado” (Lucas 15: 24).

El padre de esta parábola es el modelo que Cristo eligió como una representación acertada del amor compasivo de su Padre celestial y de la manera en que recibe a los errantes y arrepentidos.[3] Bien se ha llamado a este relato la parábola del padre bueno. ¿Por qué? Simple, Jesús comenzó diciendo: “Un hombre tenía dos hijos” (v. 11). El padre es, sin lugar a dudas, el personaje central del relato. La parábola “nos dice más acerca del amor del padre que del pecado del hijo”.[4] Representa el sufrimiento, la entrega, la humillación y el deseo de reconciliación de nuestro Padre eterno. Esta parábola es una metáfora de la encarnación.

La partida del hijo rompió el corazón del padre. A cambio de su gran amor y cuidados recibió la amargura del rechazo. El corazón del padre fue quebrantado y, rotas las relaciones, quedó a la espera de la reconciliación. Eso comporta sufrimiento. La ansiedad, el dolor y los desvelos asediaban al amoroso padre y una sombra de tristeza se extendió sobre su casa. Así como este hijo malagradecido, la humanidad ha buscado la felicidad “en el olvido de Dios”[5]. Hemos quebrantado su corazón: “¿No es Efraín hijo precioso para mí? […] Me he acordado de él constantemente”. “En toda angustia de ellos él fue angustiado […] Más ellos fueron rebeldes y entristecieron su Santo Espíritu” (Jeremías 31: 20; Isaías 63: 9, 10).

Cuando ve volver a su hijo, el padre sabe que la kezazah le espera. Sus sentimientos paternos fueron conmovidos y revueltas sus entrañas. Así Dios se conduele del sufrimiento humano. El Señor declara: “A mis ojos fuiste de gran estima, fuiste honorable, y yo te amé”. “Por un breve momento  te abandoné, pero te recogeré con grandes misericordias. Con un poco de ira escondí mi rostro de ti por un momento, pero con misericordia eterna tendré compasión de ti”. “Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión”. “Mis entrañas se conmovieron por él; ciertamente tendré de él misericordia” (Isaías 43: 4; 54: 8; Oseas 11: 8; Jeremías 31: 20). Dios, en su compasión, lleno de piedad y perdón, sale al encuentro de los pródigos que han abandonado el hogar. Afirma el apóstol: “El Señor es muy misericordioso y compasivo” (Santiago 5: 11).

Antes de que el hijo recorriera toda la distancia a casa y cualquiera del pueblo le apuntara con el dedo, antes de que la comunidad le asediara y la kezazah se ejecutara con crueldad, el padre salió corriendo apresurado a encontrarle. Para un hombre de edad y de alta posición social en el oriente medio, correr es un acto inusual, desacostumbrado. Aunque tuviera mucha prisa, se consideraría poco digno.[6] Sin embargo, este padre “reacciona de una manera totalmente contraria a su cultura. Se salta todas las normas del patriarcado oriental”.[7] “No se contuvo en su dignidad […] se apresuró a ir a su encuentro”.[8] Al correr por el camino seguido de sus siervos, de seguro debió sostener su túnica con las manos, descubriendo sus piernas, lo cual se considera también humillante y dolorosamente vergonzoso. El padre asume esta vergüenza y humillación pública por su hijo. Vacía su amor para reconciliarse con él. Abandona su cómodo y seguro hogar para humillarse ante sus siervos y el resto del pueblo que observan asombrados.

El padre no sólo corrió, sino que se echó sobre su cuello y en un largo y tierno abrazo le estrechó contra su corazón y le besó con frenesí, una y otra vez, como lo haría un niño con su padre, expresando honda compasión. Agustín e Ireneo describen al Hijo y al Espíritu como las dos manos del Padre.[9] Finalmente, el padre le cubre con su propio “mejor vestido” (v. 22). “El padre no había de permitir que ningún ojo despreciativo se burlara de la miseria y los harapos de su hijo. Saca de sus propios hombros el amplio y rico manto y cubre la forma exangüe de su hijo […] Lo retiene junto a sí, y lo lleva a la casa”.[10]

No hay kezazah, ya no es necesaria. El padre ya ha sufrido y se ha humillado por el hijo y se ha llevado a cabo la más amplia reconciliación. Los festejos comenzaron. La amargura se transformó en gozo y canción, la separación en reconciliación. Hay más gozo en el cielo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente (Lucas 15: 7, 10).

Aquí tenemos un símbolo del Dios encarnado. A través de la encarnación, Dios participa de nuestro sufrimiento. No es un observador distante. Mientras pensemos en el padre del pródigo, “pensemos en el Padre que se somete a sí mismo al dolor, que no perdona a su propio Hijo, sino que lo entrega gratuitamente por todos nosotros.”[11] Él es quien “se humilló a sí mismo”, quien “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres”. “Aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros” (Filipenses 2: 6-8; Juan 1: 14). La encarnación dio como resultado la reconciliación: “Vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido cercanos por la sangre de Cristo”. En la muerte del Verbo encarnado, Dios estaba “reconciliando consigo al mundo”, uniendo el cielo con la tierra, “haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Romanos 5: 9-11; 2 Corintios 5: 18, 19; Efesios 2: 13; Colosenses 1: 20).

“La parábola describe en magnífica sencillez: Así es Dios, tan bueno, tan indulgente, tan lleno de misericordia, tan rebosante de amor”.[12] El amor de Dios aún implora a quienes han escogido separarse de él, y pone en acción influencias para traerlo de vuelta al hogar. No debemos olvidar que somos pecadores atraídos y reconciliados solamente por el amor de nuestro Padre celestial.

Una final invitación: “Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros”. “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Santiago 4: 8; Juan 6: 37). “Levantaos e id a vuestro Padre. El os saldrá al encuentro muy lejos. Si dais, arrepentidos, un solo paso hacia él, se apresurará a rodearos con sus brazos de amor infinito […] La gracia de Cristo sale al encuentro de la gracia que está obrando en el alma humana”.[13]




[1] Víctor Jofré Araya (2009), Teólogo Bíblico y Magíster (C) en Educación Religiosa. Actualmente se desempeña como Inspector General en el Colegio Adventista de Arica, Chile.
[2] Kenneth Bailey, El hijo pródigo. Lucas 15 a través de la mirada de campesinos de oriente próximo, p. 62, 78.
[3] Elena G. de White, Palabras de vida del Gran Maestro, p. 156; Manuscrito 132, 1902; Manuscrito 76, 1903; Testimonios para la Iglesia, t. 3, p. 118.
[4] William Barclay le llama la “parábola del Padre Amoroso”. William Barclay, The Gospel of Luke, p. 205.
[5] Elena G. de White, Palabras de vida del Gran Maestro, p. 158.
[6] Joachim Jeremias, Las parábolas de Jesús, p. 160.
[7] Bailey, op. cit., p. 79. cf. John MacArthur, Memorias de dos hijos, pp. 115-136.
[8] Elena G. de White, Testimonios para la Iglesia, t. 3, p. 116.
[9] Agustín de Hipona, Sermón 112A.
[10] Elena G. de White, Palabras de vida del Gran Maestro, p. 160.
[11] ________, Manuscrito 76, 1903.
[12] Jeremias, op. cit., p. 161.
[13] Elena G. de White, Palabras de vida del Gran Maestro, p. 162.

ORDEN Y ALMA EN SAN AGUSTÍN


RELACIÓN ENTRE ORDEN (ordo) Y ALMA (anima) HUMANA
EN SAN AGUSTÍN

INTRODUCCIÓN
“Un tema latente en todo el pensamiento agustiniano es el del orden que reina en todo el universo”[1]. Para San Agustín, el fundamento profundo de este orden (ordo) es la unidad de Dios, de donde se deriva toda la multiplicidad y variedad de los seres. Para el Santo, existe orden aún en la sucesión de los acontecimientos históricos, equivalente a un bello poema dirigido por la divina providencia. Dios ha dispuesto “de esta manera el orden admirable del Universo, como un hermoso poema, con sus antítesis y contraposiciones”[2]. Las discrepancias en casos particulares aquí no interesan, pues aún pueden contribuir a la armonía del conjunto. Así, “todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por el decreto y potestad del verdadero Dios”[3].
El presente trabajo busca, con ayuda de los escritos agustinos, enlazar el concepto de orden (ordo) con el de alma (anima) humana según se aprecia en las principales obras del obispo de África. En forma especial se indagará en dos diálogos del anciano, compilados en El Orden (De Ordine)[4], y en La Ciudad de Dios (De civitate Dei). También se citarán otros autores cuyo aporte al tema me han parecido apreciables.
El trabajo cuenta de tres partes: (1) Me referiré al concepto de orden en el pensamiento agustiniano, para luego (2) remitirme a la relación entre orden y paz, tan anhelada en los días del Doctor y en nuestros días. En tercer lugar, (3) mencionaré la relación existente entre el ordo y el anima humana, objetivo principal de esta monografía. Finalmente, a manera de conclusión, presentaré algunas reflexiones sobre lo anterior.

I. EL ORDEN (ordo) EN EL PENSAMIENTO AGUSTINIANO
En el obispo, orden significa que cada cosa ocupe el lugar que le corresponde en el conjunto de los seres. “El orden no es otra cosa que una disposición de cosas iguales y desiguales, que da a cada una su propio lugar”[5]. Este lugar y este orden han sido asignados por Dios. “El orden es por el que se hacen todas las cosas que Dios ha establecido”[6]. Dios es el sumo Creador, “ordenador que administra y gobierna la paz del universo”[7] y fuente de todo orden: “De la providencia universal de Dios… procede toda regla, toda forma y todo orden”[8]. Como se ha comentado, “el ordo es pues un principio jerárquico y distributivo escrito en la mismísima estructura de la creación[9].
El obispo de Hipona enfatiza que nada se hace fuera del orden divino: “Defenderé con tesón el orden de las cosas, sosteniendo que nada se realiza fuera de él”[10]. Al respecto, San Agustín pregunta: “¿Quién es tan ciego que vacile en atribuir al divino poder y disposición el orden racional de los movimientos de los cuerpos, tan fuera del alcance y posibilidad de la voluntad humana? […] ¿Quién negará, oh, Dios grande, que todo lo administras con orden?… ¿Dé dónde, sino del mismo orden universal, manan y brotan [nuestras acciones]?”[11].
Según el obispo, Dios mismo es movido y se halla sometido a cierto orden[12]. El orden divino modera y refrena todo. En la mente del Santo, la moderación es el “padre del orden”[13]. Al no haber nada fuera del orden, pues “todo lo ocupa y reina por doquier”, aún el error pertenece al orden, dado que no se puede pensar que hay nada contrario al orden. Nadie yerra sin causa, porque la serie de las causas pertenecen al orden y “el error no sólo tiene causas que lo producen, sino efectos que le siguen. Por consecuencia, no puede ser contrario al orden lo que no está fuera de él”[14], concluye el obispo. En este mismo respecto la justicia divina, la retribución hacia justos e injustos, también pertenece al orden y no escapa a él: “Todos afirmamos que Dios es justo. Luego todo se halla encerrado dentro del orden”.[15]
En el concepto de orden basa San Agustín su idea acerca de la belleza, haciéndola coincidir con el número, la armonía y la proporción. Citando a E. de Bruyne, Guillermo Fraile en su Historia de la Filosofía, afirma que la estética de San Agustín deriva “del placer auditivo del ritmo musical o métrico”[16]. En su obra La Música, el Santo plantea que la belleza consiste en la aequalitas numerosa. Todo es absolutamente número e igual a él. En la misma obra, se argumenta que el número comienza con el Uno, el cual es bello por la igualdad y la similitud, y todo se coordina por el orden.[17] En otro lugar, San Agustín afirma: “Lo mismo al analizar que al sintetizar, busco la unidad, amo la unidad; mas cuando analizo, la busco purificada; cuando sintetizo, la quiero íntegra. En aquella, se prescinde de todo elemento extraño; en ésta, se recoge todo lo que le es propio para lograr una unidad perfecta y total”[18].
La armonía y la proporción se presentan en forma plena en la Santísima Trinidad, que es la cumbre del ser, del orden y de la perfección. En el Padre se da la Unidad; en el Hijo, la Igualdad, y en el Espíritu Santo, la Armonía entre el Padre y el Hijo, entre la Unidad y la Igualdad. De igual manera, la belleza de todo lo demás que conforma el universo es resultado del número y de la proporción. Nadie puede intentar conocer todos los problemas sin aspirar al conocimiento de la “potencia de los números” y ahondar en el conocimiento de la “unidad numérica y de su valor”[19]. “De aquí pasando a los dominios de los ojos y recorriendo cielos y tierra, advirtió que nada le placía, sino la hermosura, y en la hermosura las figuras, y en las figuras las dimensiones, y en las dimensiones los números”[20]. Citando La Música, Fraile concluye el pensamiento agustiniano respecto a la estética afirmando que por esta razón “toda criatura aspira a la unidad, esforzándose por ser igual a sí misma y por mantener su propio orden y el lugar que le corresponde en el orden universal”[21].

II. ORDEN, LEY Y PAZ
Como ha sido mencionado, para San Agustín todo debe estar sujeto a un orden perfecto. La luz natural que le permite al hombre conocer es similar a la conciencia moral. “La ley eterna divina, a la que todo está sometido, ilumina nuestra inteligencia, y sus imperativos constituyen la ley natural[22]. Sin embargo, conocer la ley no basta. También se la debe querer. Es el amor, el amor bueno (caritas), el que en definitiva mueve al alma, como principio sustentable, a desear el bien, obedecer la ley, y, por medio del buen ejercicio de la voluntad, mantener el orden establecido. Es el amor de Dios por sus criaturas y el de las criaturas por otras criaturas. Para el obispo de Hipona ordo est amoris.[23]
El hombre, como ser racional, no sólo en lo individual, sino también en sociedad, en la ciudad, la civitas, puede, a través del cumplimiento de las leyes, dar sentido al orden universal. “La ciudad no es una agrupación como la de los animales, sino una multitud racional reunida en sociedad por leyes”[24] y dirigidos hacia un fin común[25]. El Santo agrega: “El pueblo es un conjunto de ciudadanos para los cuales es peligrosa la disensión”[26]. Por cuanto implica la posesión y el uso de la razón, “la reunión humana es mucho más perfecta”[27]. La propia naturaleza social del hombre supone un orden formal al que debe adecuarse. Las leyes regulan el modo en que los hombres se reúnen en la civitas, vinculándose el ser social del hombre. Por lo tanto, no hay ni puede haber una sociedad carente de leyes, pues la existencia de la ciudad supone un orden. “Las leyes son el elemento que permite darle unidad, forma, orden y sentido de coherencia a la sociedad. Por ello, la civitas agustiniana comprende desde un principio una serie de elementos que en justo y proporcionado orden resultan necesarios para la armoniosa composición de la sociedad”[28]. Esto implica que tampoco puede haber una civitas, un todo ordenado, sin la existencia de una autoridad[29]. Dios, sin ninguna duda, tiene su lugar en este orden, según lo aprecia San Agustín: “Él tiene lugar necesario en las leyes y está incorporado al orden con que se debe regir una sociedad bien gobernada”[30].
El orden y las leyes divinas y humanas tienen por único objeto el bien de la paz, es decir, la ordenada concordia, “aquella paz ordenada con que los hombres están subordinados unos a otros”[31]. Esta es paz universal. Cuando cada criatura, dentro de la red universal, lleva a cabo la función adecuada, entonces hay paz, la “tranquilidad del orden”[32], esa “grande y singular merced”[33], como lo expresa el Santo. “Un ordo perfecto y total para San Agustín radicaba en un conglomerado de órdenes sustentadores”[34].  Orden para San Agustín es perfección.
Es de destacar que para el obispo de Hipona, la paz resultante del orden entre todas las cosas corresponde al concepto de justicia cósmica de los filósofos griegos[35]:
“La paz del cuerpo es la ordenada disposición y templanza de las partes. La paz del alma irracional, la ordenada quietud de sus apetitos. La paz del alma racional, la ordenada conformidad y concordia de la parte intelectual y activa. La paz del cuerpo y del alma, la vida metódica y la salud del viviente. La paz del hombre mortal y de Dios inmortal, la concorde obediencia en la fe, bajo de la ley eterna. La paz de los hombres, la ordenada concordia. La paz de la casa, la conforme uniformidad que tienen en mandar obedecer los que viven juntos. La paz de la ciudad, la ordenada concordia que tienen los ciudadanos y vecinos en ordenar y obedecer. La paz de la ciudad celestial es la ordenadísima conformísima sociedad establecida para gozar de Dios, y unos de otros en Dios. La paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden”[36].

Siguiendo el tema de la civitas, el Santo indica que la casa del hombre (individuo) debe ser una parte de la ciudad (sociedad), así “la paz de la casa se refiere a la paz de la ciudad; esto es, que la ordenada concordia entre sí de los cohabitantes en el mandar y obedecer se debe referir a la ordenada concordia entre sí de los ciudadanos en el mandar y obedecer. De esta manera el padre de familia ha de tomar de la ley de la ciudad la regla para gobernar su casa, de forma que la acomode a la paz y tranquilidad de la ciudad”[37]. De aquí que la “paz doméstica” dependa del respeto y la ordenada concordia entre quienes deben mandar y quienes deben obedecer.[38]
Siguiendo el pensamiento político de San Agustín, se ha concluido que en la medida en que una sociedad promoviera la paz, ésta sería una sociedad buena. Si manifestara orden y concordia entre sus miembros, sería una sociedad incluso mejor. En la medida que promoviera la “vida cristiana”, evitando un conflicto de lealtades entre las obligaciones espirituales y las políticas, dicha sociedad cumpliría su papel dentro del orden universal.[39]
En su apología suprema[40], La Ciudad de Dios, la cual venimos comentando, San Agustín confronta la ciudad terrena con la celestial, siendo esta última a la cual debería esforzarse por pertenecer el ser humano. Allí el “sumo bien”, el summum bonum, es la “paz eterna y perfecta”[41]. Mirando al futuro escatológico del pueblo de Dios, el obispo afirma que “si los santos han de vivir en paz con Dios, sin duda vivirán en aquella paz que excede todo entendimiento”[42]. El Santo de Hipona agrega: “La paz, que es la propia de nosotros, no sólo la disfrutaremos en esta vida con Dios por la fe, sino que eternamente la tendremos en él, y la gozaremos, no ya por la fe, ni por visión, sino claramente”[43]. En la mente de San Agustín se trata de “una paz que ningún adversario será capaz de turbar”[44].
En el pensamiento agustiniano, es por intermedio del Verbo, Jesús, el Hijo de Dios, quien debe brotar y morar al interior del hombre, que se puede llegar a tener algún día un “orden social justo” capaz de garantizar la paz, la convivencia humana y el desarrollo individual y social, como un todo.[45]

III. EL ALMA Y EL ORDEN
La paz alcanzada por el ciudadano en su cuerpo, en la Ciudad de Dios, redundará en la paz del alma, pues la paz del alma racional es imposible sin la paz del cuerpo. Ambas contribuyen a la paz de la vida ordenada. La paz del alma racional consiste en alcanzar una “ordenada armonía o conformidad entre el conocimiento y la acción”[46]. “El orden es el que, guardándolo, nos lleva a Dios; y si no lo guardamos en la vida, no lograremos elevarnos hasta Él”[47]. En otras palabras, el orden es una vía de unión con Dios. Es el orden interior, del alma, al que todos deben aspirar y conocer. San Agustín pregunta: “¿No os parece que pertenece a un elevado orden aprender y conocer el origen del alma, su destino en este mundo, su diferencia de Dios?” A la tal, el Santo responde, argumentando que un alma ordenada, que vive de acuerdo a las leyes de la civitas, procurará en todo “estar con Dios, con quien permanece inmutablemente unida”[48], sólo entonces, “cuando el alma se arreglare y embellecida a sí misma, haciéndose armónica y bella, osará contemplar a Dios, fuente de todo lo verdadero y Padre de la misma verdad”[49], fuente de todo orden y armonía.
Para alcanzar este ideal, es necesario entender que “en el mundo ideal, toda parte, lo mismo que el todo, resplandece de hermosura y perfección”[50] y dedicarse enteramente y con entusiasmo a una “vida virtuosa” y rogar no por bienes materiales, sino por bienes que nos mejoren y hagan dichosos, más completos, ordenados, según el orden de Dios.[51]
En definitiva, la paz del cuerpo redunda en la paz del alma; la paz del alma, en la paz del individuo; la paz del individuo, en la paz de la civitas y la paz de la civitas (de la comunidad / ciudad), contribuye a la paz universal y, mediante ella, al orden universal, cuya fuente y fin es Dios.
El resultado del orden celestial en el alma (anima) humana es la paz de Dios habitando en el corazón del creyente, en su alma (anima), en el asiento de su conciencia y sus decisiones morales, de aquel que, haciendo libre uso de su voluntad, ha decidido vivir en la Ciudad de Dios (civitas Dei), símbolo del orden (ordo) perfecto, que la ama (caritas / amoris) y desea permanecer en ella.
Siendo fiel a su herencia judeo-cristiana y a su continua devoción por las Sagradas Escrituras, San Agustín hace eco en todo su discursar de las palabras del apóstol Pablo cuando dice que “justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”[52]. ¿No es acaso la justicia un estado de plena armonía del alma con Dios? ¿No es la armonía con Dios otra cosa que armonía con los requerimientos de su ley? ¿La armonía hacia la ley no es acaso producto de amarla, de desear cumplirla? ¿No le trae paz al alma el estado de armonía y concordia de ésta con la Divinidad? ¿No es la paz de la civitas, como comunidad, producida por la paz de los individuos? ¿No es Jesucristo el mediador de todo actuar humano?[53] Ya lo había escrito Cicerón, cuyos diálogos también inspiraron al anciano afrorromano: “Diríamos que lo que para los músicos es la armonía en el canto, eso es para la ciudad la concordia… Y, sin justicia, de ningún modo puede existir la concordia”[54]. Mucho antes que éste lo había referido Isaías, el profeta evangélico, cuando predice: “El efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre. Y mi pueblo habitará en morada de paz, habitaciones seguras, y en recreos de reposo”[55]. También sobre el mismo hecho, el rey David, en pleno apogeo de su reinado había reflexionado: “Mucha paz tienen los que aman tu ley”[56].

CONCLUSIONES
Algunos han manifestado con relación al tema expuesto y el pensamiento político que San Agustín aspira, en último término, a la disolución de lo político, pues lo político es resultado de nuestra condición pecaminosa. “El orden perfecto es un orden apolítico, carente de coerción y autoridad humana. En la medida en la que este orden no se alcance, sin embargo, tenemos una obligación ineludible de participar de lo político, en el sentido de intentar asegurar el peregrinaje de la ciudad de Dios hacia la paz eterna”[57].
Mientras peregrinamos en esta vida como extranjeros, la ciudad celestial se sirve también de la paz terrena y protege, e incluso desea el entendimiento de las voluntades humanas en el campo de las realidades temporales de esta vida. Ella, la civitas, ordena la paz terrena a la celestial, la única paz que al menos para el ser racional debe ser reconocida como tal y merecer tal nombre, es decir, la convivencia que en perfecto orden y armonía goza de Dios y de la mutua compañía en Dios. Cuando haya llegado a su destino ya no vivirá una vida mortal, sino absoluta y ciertamente vital. Su cuerpo no será ya un cuerpo animal, que por sufrir corrupción es carga del alma, sino un cuerpo espiritual, libre de toda necesidad, subordinado por completo a la voluntad. En su caminar tiene ya esta paz, y guiada por la fe vive la justicia cuando todas sus acciones para con Dios y el prójimo las ordena al logro de aquella paz, ya que la vida del ciudadano es vida ciudadana, vida política, y ésta es, por supuesto, una vida social.[58]




REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
CHAPSAL, Mauricio. Punto de partida para entender la civitas según el pensamiento de San Agustín de Hipona. Universidad Adolfo Ibáñez, Apuntes de la Clase El hombre en San Agustín, noviembre de 2008.

CHUAQUI, Tomás A., La Ciudad de Dios de Agustín de Hipona: Selección de textos políticos, en Estudios Públicos, 99 (invierno 2005) (en línea). Disponible en www.estudiospublicos.com/chuaqui_ciudad_de_dios.html

FRAILE, Guillermo. Historia de la Filosofía. 4ª edición. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1986.

GIANNINI, Humberto. Breve Historia de la Filosofía. 14ª edición. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1995.

LAUBACH MOROS, Donna. Aspectos del pensamiento político de San Agustín en el contexto de la crisis del imperio. En Seminario Evangélico Unido de Teología, Madrid, 2006 (en línea). Disponible en http://www.centroseut.org/articulos/ s2/separ050.pdf

MARIAS, Julián. Historia de la Filosofía. 32ª edición. Madrid: Biblioteca de la Revista de Occidente, 1980.

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____________, La Ciudad de Dios (en línea). Disponible en http://www.libros clasicos.org

SANTA BIBLIA. Versión Reina – Valera Revisión 1960. Bogotá: Sociedades Bíblicas Unidas, 1988.


[1] FRAILE, Guillermo. Historia de la Filosofía. 4ª edición. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1986, p. 225.
[2] SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, XI, 18; cf. FRAILE, op. cit., p. 226.
[3] SAN AGUSTÍN, op. cit., IV, 33.
[4] De Ordine (El Orden) fue una de las primeras obras escritas por San Agustín en un retiro en Casiciaco, cerca de Milán, mientras se preparaba para su bautismo, en 386, año en que encuentra en el cristianismo la verdad que ambicionaba (FRAILE, op. cit., p. 193).
[5] SAN AGUSTÍN, op. cit., XIX, 13.
[6] SAN AGUSTÍN, El Orden, I, 10, 28; II, 4, 11.
[7] SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, XIX, 12.
[8] SAN AGUSTÍN, op. cit., V, 7.
[9] LAUBACH MOROS, Donna. Aspectos del pensamiento político de San Agustín en el contexto de la crisis del imperio. En Seminario Evangélico Unido de Teología, Madrid, 2006, p. 5 (en línea). Disponible en http://www.centroseut.org/articulos/s2/separ050.pdf (cursivas en el original).
[10] SAN AGUSTÍN, El Orden, I, 3, 9; II, 7, 24.
[11] SAN AGUSTÍN, op. cit., I, 1, 2; 5, 14.
[12] SAN AGUSTÍN, op. cit., I, 10, 29.
[13] SAN AGUSTÍN, op. cit., II, 19, 50.
[14] SAN AGUSTÍN, op. cit., I, 6, 15.
[15] SAN AGUSTÍN, op. cit., I, 7, 19; cf. II, 4, 12; La Ciudad de Dios, XIX, 13.
[16] FRAILE, op. cit., p. 226.
[17] SAN AGUSTÍN, La Música, 12, 38; XII, 17, 56. Citada en FRAILE, op. cit., p. 226.
[18] SAN AGUSTÍN, El Orden, II, 18, 48.
[19] SAN AGUSTÍN, op. cit., II, 18, 47.
[20] SAN AGUSTÍN, op. cit., II, 15, 42. En op. cit., II, 18, 47, el Santo agrega: “Se afana por esta erudición la misma filosofía y llega a la unidad, pero de un modo mucho más elevado y divino”. Cf. FRAILE, op. cit., p. 226.
[21] FRAILE, op. cit., p. 226.
[22] MARIAS, Julián. Historia de la Filosofía. 32ª edición. Madrid: Biblioteca de la Revista de Occidente, 1980, p. 114 (cursivas en el original).
[23] SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, XI, 18; XII, 2; cf. LAUBACH MOROS, op. cit., p. 106.
[24] SAN AGUSTÍN, Quaest. Evang, 2, 46. Universidad Adolfo Ibáñez, Apuntes de la Clase El hombre en San Agustín, noviembre de 2008.
[25] SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, XIX, 24.
[26] SAN AGUSTÍN, El Orden, II, 18, 48.
[27] CHAPSAL, Mauricio. Punto de partida para entender la civitas según el pensamiento de San Agustín de Hipona. Universidad Adolfo Ibáñez, Apuntes de la Clase El hombre en San Agustín, noviembre de 2008.
[28] CHAPSAL, op.cit.
[29] CHAPSAL, op.cit.
[30] SAN AGUSTÍN, op. cit., II, 4, 12.
[31] SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, XIX, 15.
[32] SAN AGUSTÍN, op. cit., XIX, 13.
[33] SAN AGUSTÍN, op. cit., III, 9. Agustín agrega: “Es tan singular el bien de la paz, que aun en las cosas terrenas y mortales no solemos oír cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni, finalmente, podemos hallar cosa mejor” y “tampoco hay quien no guste de tener paz” (SAN AGUSTÍN, op. cit., XIX, 11 y 12).
[34] LAUBACH MOROS, op. cit., p. 5.
[35] FRAILE, op. cit., p. 226.
[36] SAN AGUSTÍN, op. cit., XIX, 13.
[37] SAN AGUSTÍN, op. cit., XIX, 16.
[38] SAN AGUSTÍN, op. cit., XIX, 14.
[39] LAUBACH MOROS, op. cit., p. 6.
[40] La Ciudad de Dios es “una apología del cristianismo y una reflexión sobre el sentido de la historia” (GIANNINI, Humberto. Breve Historia de la Filosofía. 14ª edición. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1995, p. 115).
[41] SAN AGUSTÍN, op. cit., XIX, 20.
[42] SAN AGUSTÍN, op. cit., XIX, 27.
[43] SAN AGUSTÍN, op. cit., XXII, 29.
[44] CHUAQUI, Tomás A., La Ciudad de Dios de Agustín de Hipona: Selección de textos políticos, en Estudios Públicos, 99 (invierno 2005), p. 356 (en línea). Disponible en www. estudiospublicos.com/chuaqui_ciudad_de_dios.html
[45] CHAPSAL, op. cit., p. 158.
[46] SAN AGUSTÍN, op. cit., XIX, 14.
[47] SAN AGUSTÍN, El Orden, I, 9, 27.
[48] SAN AGUSTÍN, op. cit., II, 5, 17.
[49] SAN AGUSTÍN, op. cit., II, 19, 51.
[50] SAN AGUSTÍN, op. cit., II, 19, 51.
[51] SAN AGUSTÍN, op. cit., II, 20, 52.
[52] Epístola a los Romanos, V, 1.
[53] Dice también San Pablo: “Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo”, 1ª Epístola a Timoteo, II, 5.
[54] Cicerón, Sobre la República, 2, 42-43. Citado en CHUAQUI, op. cit., p. 294.
[55] Libro del Profeta Isaías, XXXII, 17-18.
[56] Libro de los Salmos, CXIX, 165.
[57] CHUAQUI, op. cit., p. 286.
[58] Al respecto léase La Ciudad de Dios, XIX, 17. Cf. CHUAQUI, op. cit., p. 369.